“El tercer hijo”

de Xóchitl Olivera Lagunes

Luis llegó a nuestra familia varios meses después del accidente en la autopista México-Querétaro, cuando nuestros padres se lamentaban menos y sus cuerpos se habían recuperado de las heridas. No sé cuántos años tendríamos mi hermano mayor y yo, pero éramos mucho más grandes que él. 

Solo nuestra madre lo quería, ni nuestro padre ni nosotros. Pero, como siempre, ella tuvo la última palabra, y Luis llegó ambicioso acaparando su atención, sus abrazos, sus besos y todos sus mimos, igual que una sanguijuela hambrienta que nunca deja de chupar la sangre de quien ha tenido la desgracia de cruzarse en su camino. Fue como si nos robara la existencia. De un momento a otro, mi hermano y yo dejamos de existir. Nuestra madre no volvió a hablar con nosotros, dejó de pronunciar nuestros nombres. Se olvidó de que alguna vez fuimos sus hijos. Y al hacerlo ella, nuestro padre lo hizo también. 

Por eso, mi hermano y yo decidimos que teníamos que hacerle entender a Luis que llegamos antes que él, y que su lugar era el tercero. Él era el tercer hijo. 

Yo lo encerré la primera vez. Le susurré al oído que había una mariposa perdida en el baño y, cuando entró a buscarla, le cerré la puerta. La empujé con fuerza, para que no tuviera duda de que no había sido un accidente. Lo dejé dentro hasta después de que la noche cayó. Empezó a llorar, gritaba y decía que había alguien en la oscuridad, que unas manos le tocaban las piernas, que escuchaba ruidos. Yo intentaba no reír y arañaba la puerta. Para eso me había dejado crecer las uñas. Luis gritaba más fuerte y yo repetía que se callara. Cuando lo único que escuché fue su respiración cansada, por fin abrí. Estaba recostado en el piso de azulejo, suspirando y abrazándose a sí mismo, con los caminos de lágrimas y mocos embarrándole la cara. Lo acompañé a su cama. Le hice prometer que no diría nada, lo amenacé con volver a hacerlo a la primera palabra que soltara.

La segunda vez mi hermano mayor lo encerró. Luis lloraba fuerte y gritaba que quería salir, que veía sombras, que escuchaba ruidos, que tenía frío porque unas manos le helaban las piernas. Desde fuera nos reíamos cuando los arañazos sonaban en la puerta. Mi hermano esperaba a que Luis se quedara callado y encontraba en dónde había recargado su cabeza, y luego soltaba un golpe que seguro alcanzaba a resonar en su oído. Ya cuando faltaba poco para que nuestros padres volvieran, lo sacamos y le hicimos prometer que no diría nada. 

Nunca nos acusó, por más que repetimos el castigo, pero se volvió fantasioso. Inventaba que alguien vivía bajo su cama, que en el baño se veían sombras, que escuchaba voces que conocían su nombre. Nuestros padres no le creían, pero un tiempo lo dejaron dormir con ellos. Hasta que se hartaron y, aunque Luis repetía la misma cantaleta, lo enviaban a su cama y él se quedaba dormido de tanto llorar. Un día se levantó con las piernas arañadas, y a partir de entonces ya no dijo nada. No volvió a quejarse de sombras ni de manos ni de ruidos ni de nada que no fueran los arañazos que le dejaban ensangrentadas las piernas. 

Ante su mutismo, nuestros padres lo llevaron al médico. Le hicieron pruebas, lo llevaron al psicólogo. Solo una vez le habló al loquero de nosotros y de lo que le hacíamos. Mi hermano y yo decidimos que Luis debía ser castigado. Por romper su promesa, por hablar de lo que le hacíamos.

Esa vez esperamos a que fuera de noche. Nos gustaba más jugar con él cuando su pequeño corazón se agitaba por la ausencia de luz, porque era casi como sentirlo brincando entre las manos. Su respiración se entrecortó cuando nos acercamos. Se llevó las manos a la cara y soltó sobre ellas un vaho invisible para entibiarlas. Se echó las cobijas encima y pidió que lo dejáramos en paz. Casi enseguida empezó a llorar. Mi hermano le pasó la yema de un dedo sobre la nuca y Luis respingó. Yo le acaricié un tobillo con suavidad y empezó a suspirar. Subí hacia su rodilla con una uña y volví a bajar. Mis uñas estaban cuarteadas y rascaban como finísimos filos de agujas que dejaban caminitos blancos a su paso. Las hacía regresar por las mismas líneas y cambiaban a rosa. Luego a rojo, porque a la tercera vez por fin le hacía daño. Luis se pasó las manos por las heridas que dejé en sus piernas y lloró más fuerte al ver sangre en sus palmas. Se aferró a las cobijas. Mi hermano le tapó la boca y lo empujó con suavidad sobre su espalda. Luis permaneció quieto y su corazón se encogió. Quedó en silencio. Tenía la cara enrojecida y húmeda. Ni siquiera nos llamó por nuestros nombres. Les gritaba a nuestros padres, les pedía que lo ayudaran, pero ellos decían que era fantasioso y quizá estaban hartos de recibirlo en su cama. ¿Quién iba a creerle que nosotros le hacíamos daño? 

Mi hermano puso la mano sobre su nariz. Yo seguí arañando sus piernas, luego su estómago, su pecho, sus brazos, las palmas de sus manos. Ya no lo escuchábamos llorar, intentaba jalar aire, respirar, pero mi hermano no se lo permitiría. Nuestros padres no vendrían por él, y si lo intentaban nosotros lo impediríamos. Por más que los llamara o que pidiera ayuda, que manoteara o aventara las piernas. Era fantasioso, nadie le creía. Lo dejarían hasta que ya no pudiera, así como nos dejaron a nosotros dentro del carro antes de que el tráiler lo aplastara en carambola en la autopista. Primero mi hermano. Luego yo. Ahora Luis. Lo esperaríamos del otro lado, en la oscuridad, para que ocupara su lugar junto a nosotros: el tercero.

1 Comment

  1. Monallisa says:

    Ella és maravillosa , lá amo mucho,

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